Muere Vicente Ferrer, una persona que, a base de dotar de dignidad a aquellos a los que la sociedad se la negaba, dignificó la condición humana, a la que reconcilió con su propio destino. Y, coincide su fallecimiento con un informe demoledor de la FAO, la Agencia de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación en la que se señala que, por primera vez en la Historia, más de mil millones de ciudadanos de nuestro planeta sufren desnutrición, uno de cada siete, debido a los cien millones adicionales que se han incorporado a tan poca honrosa categoría en el último año, como consecuencia de la crisis. Una cifra que equivale al 125% del aumento de la población mundial en estos doce meses. Parece como si el español quisiera dejar como epitafio la evidencia burocrática de la inmensidad de lo que queda por hacer. Algo que, paradójicamente, entra de lleno en esa redefinición del capitalismo que tantas páginas ha llenado en tiempos recientes.
Un modelo económico caracterizado por la primacía de la libertad y la iniciativa del individuo, y su derecho a la propiedad de los bienes y factores de producción, sobre la planificación dirigida y la titularidad colectiva. Y que, según los más entendidos, está condenado a reinventarse, resultado de desmanes pasados que ahora padecemos, en una doble dirección: mediante la incorporación de un concepto social a su desarrollo, impacto de los actos sobre la colectividad, por una parte, y ajuste de su dimensión financiera a la real, por otro. Un esquema, de acuerdo, excesivamente sintético pero que se aproxima de modo certero a la realidad de lo que se pretende, en mi modesta opinión.
Se trata, en cualquier caso, de un deseo de difícil ejecución, al menos en su primera vertiente: la conciliación entre el bien colectivo y la búsqueda del beneficio individual requerirá de la actuación de unos terceros interesados, la clase política, que en su gran mayoría es incapaz de distinguir, aún en sus propias actuaciones, lo uno de lo otro, llámese corrupción o dejación. Unos gobernantes que, sin embargo, tienen más fácil operar sobre el segundo elemento de necesaria modificación: el redimensionamiento de las finanzas, en tamaño e influencia. ¿Se atreverán? Nunca hay que minusvalorar el poder real de los lobbies, especialmente en el mundo anglosajón.
La desazón ante la posibilidad más que cierta de que el cambio en el modo en que se ejerce el capitalismo no se pueda construir de arriba abajo, tutelado por el gobierno, pone de manifiesto la necesidad de una revolución tranquila en la raíz de la sociedad, a través del compromiso de una parte sustancial de la ciudadanía que haga suyo el doble proceso tanto de toma de conciencia, el Tengo Sed de la Madre Teresa de Calcuta, como de puesta en acción a continuación, Los milagros no hay que esperarlos, sino que hay que salir a buscarlos del propio Vicente Ferrer. Humanizar el capitalismo es película de un solo actor: el hombre como origen, fuerza motora del cambio; el hombre como finalidad, beneficiario último de tal transformación tanto de forma directa, propias condiciones de vida, como indirecta, construcción de una mejor sociedad.
Un ejercicio para el que sólo se requiere un arma, la más poderosa de la que el ser humano dispone en esta vida terrena: su fuerza de voluntad, que convierte el destino no en el resultado del azar sino en fruto del esfuerzo. No es vano el dicho cuanto más trabajo, más suerte tengo. Godot nunca vendrá para sacarnos las castañas del fuego o darnos un empujoncito. Podemos esperarle eternamente. Será en vano. Es momento de pasar a la acción, de conocer primero la materia prima con la que contamos, virtudes o defectos, recursos físicos e intelectuales, condicionantes laborales o familiares con el fin de evitar la frustración; de delimitar nuestro ámbito de actuación, sin buscar lo excepcional, sino sabiendo llenar de trascendencia nuestra actividad corriente, nuestro trabajo, nuestro descanso, nuestras relaciones: el océano de la humanidad no estaría completo sin la gota que suponemos cada uno de nosotros y, por tanto, nuestra apuesta por un mundo mejor es tanto o más importante que la de cualquiera de los demás; de ponerse manos a la obra aún sabiendo que la tarea nos sobrepasa en tiempo e importancia.
Puede que suene a tremendista pero, si cada uno de los que hacemos el día a día de este mundo no nos armamos del valor que da la convicción, de la fuerza que proporcionan los ideales, del espíritu de lucha que se deriva de la toma de conciencia del papel que tenemos asignado, no será el futuro del capitalismo lo que esté en juego, hemos vivido siglos sin él y la evolución ha seguido su curso, sino el de la propia Humanidad. O nos ponemos manos a la obra y tratamos de construir entre todos una sociedad mejor donde lo que prime sea el ser sobre el tener, la sociedad sobre el individuo, o vamos directitos hacia conflictos sociales de escala planetaria que amenazarán la estabilidad de importantes áreas geográficas y cuyo resultado más previsible es un aumento sustancial del totalitarismo y la represión. Un trabajo que, en ningún caso, puede depender de los demás ni excusarse en que lo que haga hoy aquí no afecta a lo que haga cualquier otro en cualquier otra parte del mundo. La conciencia colectiva es la suma de una pléyade de inquietudes individuales. El cambio no admite demora: remánguense y pónganse manos a la obra. Yo, con este Valor Añadido, aporto mi granito de arena. En homenaje a los millones de Vicentes Ferrer que se levantan cada mañana con el único objetivo de que el futuro sea, para todos, un poquito mejor