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       La  historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida a la del  cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó su Teoría  general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la ciencia económica -al menos  en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por la ortodoxia del libre  mercado. De vez en cuando surgían herejías, pero siempre se suprimían. La  economía clásica, escribía Keynes en 1936, "conquistó Inglaterra tan  completamente como la Santa Inquisición conquistó España". Y la economía clásica  decía que la respuesta a casi todos los problemas era dejar que las fuerzas de  la oferta y la demanda hicieran su trabajo.
    Predecir  el fenómeno de la estanflación fue uno de los mayores triunfos de la economía de  posguerra
   "A  Milton todo le recuerda la oferta monetaria. A mí todo me recuerda el sexo, pero  no lo escribo"
   Friedman  hizo una cruzada en favor de la política monetaria, que había quedado  relegada
   El  análisis que hizo sobre la Gran Depresión acabó pareciendo intelectualmente  corrupto
   El  monetarismo, una fuerza poderosa durante tres décadas, es hoy una sombra de lo  que era
   Los  resultados de las políticas monetaristas fueron decepcionantes en EE UU y Reino  Unido
   Friedman  llevó las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos para cualquier  problema
   El  aumento de renta en Estados Unidos ha sido menor desde que se aceptaron sus  postulados
   La  percepción de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han  fracasado
   El  mundo necesita ahora una contra-contrarreforma contra el absolutismo del libre  mercado
   Pero  la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni soluciones para la Gran  Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos a la ortodoxia ya no  podían contenerse. Keynes desempeñó la función de Martín Lutero, al proporcionar  el rigor intelectual necesario para hacer la herejía respetable. Aunque Keynes no era ni  mucho menos de izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su  teoría afirmaba que no se podía esperar que los mercados libres proporcionaran  pleno empleo, y estableció una nueva base para la intervención estatal a gran  escala en la economía.
 El keynesianismo constituyó una gran  reforma del pensamiento económico. Inevitablemente, le siguió una  contrarreforma. Diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran  recuperación de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue  tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman era Ignacio  de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los jesuitas, los  seguidores de Friedman han actuado como una especie de disciplinado ejército de  fieles y provocado una amplia, pero incompleta, retirada de la herejía  keynesiana. A finales de  siglo, la economía clásica había recuperado buena parte de su anterior  hegemonía, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde buena parte  del mérito.
 No  quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La teoría económica aspira  al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la tierra, no del cielo. La  teoría keynesiana se impuso en un principio porque era mucho mejor que la  ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos rodea, y la crítica  de Friedman a Keynes adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos  débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artículo  sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces parecía  poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista y un gran  hombre.
 Milton  Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX. Estaba el  Friedman economista de economistas, que escribía análisis técnicos, más o menos  apolíticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. Estaba  el Friedman emprendedor político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de  la política conocida comomonetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva  Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de  1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por último, estaba  el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.
 ¿Desempeñó  el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las tres estaban guiadas por la  fe de Friedman en las verdades clásicas de la economía del libre mercado.  Además, su eficacia como divulgador y propagandista descansaba en parte en su  merecida fama de profundo economista teórico. Pero hay una diferencia importante  entre el rigor de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a  veces cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público. Mientras  que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los economistas  profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto a sus pronunciamientos  políticos y en especial su trabajo divulgativo. Y debe decirse que hay serias  dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigía a la masa de  ciudadanos.
 Pero  dejemos de lado por el momento el material cuestionable y hablemos de Friedman  en cuanto teórico económico. Durante la mayor parte de los dos siglos pasados,  el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del Homo  economicus. El hipotético  Hombre Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse  matemáticamente mediante una función  de utilidad, y sus decisiones  están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya  sean los consumidores al decidir entre cereales normales o cereales integrales  para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone  que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad  marginal, o del beneficio  añadido que el comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las  alternativas disponibles.
 Es  fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del  Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayoría de los  economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre Económico, quedando  entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente  pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas  preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad  precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen  literalmente la utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las  personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la  simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden  intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del  comportamiento racional es una simplificación especialmente fructífera.
 La  cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no atacó de lleno  al Hombre Económico, pero a menudo recurría a teorías psicológicas verosímiles y  no a un cuidadoso análisis de qué haría una persona que tomara decisiones  racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos  viscerales (animal  spirits); las decisiones de  consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de  un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y  así sucesivamente.
 ¿Pero  era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre Económico? No,  decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The  methodology of positive economics [La  metodología de la economía positiva] sostenía que las teorías económicas no  deberían juzgase por su realismo psicológico, sino por su capacidad para  predecir el comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como  economista teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento  racional a cuestiones que otros economistas habían considerado fuera del alcance  de dicha hipótesis.
 En  un libro de 1957 titulado Una  teoría de la función del consumo -no exactamente un título que agradara  a las masas, pero sí un tema importante-, Friedman sostenía que el mejor modo de  entender el ahorro y el gasto no es, como había hecho Keynes, recurrir a una  teorización psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos  hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Ésta  no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el gran economista  keynesiano Franco Modigliani planteó de manera simultánea e independiente el  mismo argumento, incluso con más cuidado, al considerar el comportamiento  racional, en colaboración con Albert Ando. Pero sí señalaba un retorno a los  modos de pensar clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero  la "hipótesis de la renta permanente" planteada por Friedman y el "modelo del  ciclo vital" de Ando y Modigliani resolvían varias paradojas aparentes sobre la  relación entre renta y gasto, y todavía hoy siguen constituyendo las bases de  cómo estudian los economistas el gasto y el ahorro.
 El  trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado por sí solo  la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un triunfo al aplicar la  teoría del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista neozelandés  A. W. Phillips señalaba que existía una correlación histórica entre el desempleo  y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y  viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si  fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué  punto de la curva de Phillips debería escoger el Gobierno. ¿Debería Estados  Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una  tasa de desempleo más baja?
 En  1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación Económica  Estadounidense una conferencia presidencial en la que sostenía que la  correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no  representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo. "Siempre  hay", decía, "una compensación temporal entre inflación y desempleo; no hay una  compensación permanente". En otras palabras, si los políticos intentaran  mantener el desempleo bajo mediante una política de generar mayor inflación,  sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo acabaría por  aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En otras palabras, la  economía sufriría la situación que Paul Samuelson más tarde denominaría  "estanflación".
 ¿Cómo  llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio Nobel de Economía de  este año, había llegado de manera simultánea e independiente al mismo  resultado). Como en el caso de su trabajo sobre el comportamiento de los  consumidores, Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostenía que  después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirían las  expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía cualquier  efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las razones  por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar a más  trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los  salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder de adquisición  de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado  acuerdos de subida salarial más elevados, para que los salarios alcancen el  mismo nivel que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene  durante un tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al  principio. De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no  cumple las expectativas.
 En  el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados Unidos tenía  poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue verdaderamente  una predicción, en lugar de un intento de explicar el pasado. Sin embargo, en la  década de 1970, la inflación persistente puso a prueba la hipótesis de  Friedman-Phelps. Sin duda, la correlación histórica entre inflación y desempleo  se rompió exactamente como Friedman y Phelps habían predicho: en la década de  1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de desempleo era  tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960, unos años de precios  estables. Al fin la inflación se controló en la década de 1980, pero sólo  después de un doloroso periodo de desempleo extremadamente elevado, el peor  desde la Gran Depresión.
 Al  predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de los  grandes triunfos de la economía de posguerra. Este triunfo, más que ninguna otra  cosa, confirmó a Milton Friedman en su categoría de grande entre los  economistas, independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás  funciones.
 Una  interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del concepto de  racionalidad individual a la macroeconomía, también sabía dónde parar. En la  década de 1970, algunos economistas llevaron más lejos aún el análisis de  Friedman, llegando a sostener que no hay una compensación útil entre inflación y  desempleo ni siquiera a corto plazo, porque los ciudadanos anticiparán las  acciones del Gobierno y aplicarán esa anticipación, así como la experiencia  pasada, al establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta  doctrina, conocida como las "expectativas racionales", se extendió por buena  parte de la economía académica. Pero Friedman nunca la aceptó. Su sentido de la  realidad le advertía de que esto era llevar demasiado lejos la idea delHomo  economicus. Y así se demostró:  la conferencia pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del  tiempo, mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de  las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han  superado.
 "A  Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí todo me recuerda el  sexo, pero no lo pongo por escrito", escribía en 1966 Robert Solow, del MIT.  Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton Friedman se definieron en  gran medida por sus pronunciamientos sobre la política monetaria y su creación  de la doctrina conocida como monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de  que el monetarismo se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo  dicho por Friedman sobre el dinero y la política monetaria -al contrario que lo  que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido engañoso, y quizá  de manera deliberada.
 Para  comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que saber es que la  palabra dinero no significa exactamente lo mismo en  economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta  monetaria
 [en  inglés, money  supply, oferta de dinero] no  se refieren a riqueza en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de  riqueza que pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La  moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y  también los depósitos bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero  las acciones, los bonos y los bienes raíces no son dinero, porque hay que  convertirlos en efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para  hacer compras.
 Si  la oferta monetaria constara sólo de moneda, estaría bajo el control directo del  Gobierno, o más precisamente, de la Reserva Federal, un organismo monetario que,  como sus homólogos los bancos centrales de muchos otros países, está  institucionalmente un poco separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de  que la oferta de dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco  la realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base monetaria  -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos tienen en sus  cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos guardan en la Reserva  Federal-, pero no sobre los depósitos que los ciudadanos tienen en los bancos.  En circunstancias normales, sin embargo, el control directo de la Reserva  Federal sobre la base monetaria basta para darle también un control efectivo  sobre la oferta monetaria total.
 Antes  de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una herramienta  primordial de la gestión económica. Pero él sostenía que en condiciones de  depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los cambios en la oferta  monetaria tienen pocas consecuencias sobre la economía. La lógica era la  siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su  dinero quede ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de  interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco  incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El banco central  podría tratar de estimular la economía acuñando grandes cantidades de moneda  adicional; pero si el tipo de interés es ya muy bajo, es probable que el  efectivo adicional languidezca en las cámaras acorazadas de los bancos o debajo  de los colchones. En consecuencia, Keynes sostenía que la política monetaria, un  cambio en la oferta de dinero circulante para gestionar la economía, sería  ineficaz. Y por eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política  presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a los  países de la Gran Depresión.
 ¿Por  qué es esto importante? La política monetaria es una forma de intervención  pública en la economía altamente tecnocrática y en gran medida apolítica. Si la  Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es comprar  unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos mediante  anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que  la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En  cambio, la política presupuestaria supone una participación mucho más profunda  del sector público en la economía, a menudo de un modo cargado de ideología: si  los políticos deciden usar las obras públicas para promover el empleo, tienen  que decidir qué construir y dónde. Por tanto, los economistas con una  inclinación al libre mercado tienden a querer creer que la política monetaria es  todo lo que hace falta; los que desean un sector público más activo tienden a  creer que la política presupuestaria es esencial.
 El  pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana -como se  refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de texto clásico de  Paul Samuelson- daba prioridad a la política presupuestaria, mientras que la  política monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman decía en la  conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:
 "La  amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la economía ha  hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos unos cuantos  reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos económicos habían vuelto  obsoleta la política monetaria. El dinero no importaba".
 Aunque  esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria no estuvo muy bien  considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin embargo, hizo una  cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también importaba, la cual  culminó con la publicación en 1963 de A  monetary history of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz
 Aunque A  monetary history of the United States es una gran obra de extraordinaria  erudición, que abarca un siglo de desarrollos monetarios, su análisis más  influyente y controvertido fue el relativo a la Gran Depresión. Friedman y  Schwartz afirmaban que habían refutado el pesimismo de Keynes acerca de la  eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. "La contracción"  de la economía, declaraban, "es de hecho un trágico testimonio de la importancia  de las fuerzas monetarias".
 ¿Pero  qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición de Friedman y  Schwartz parecía un poco escurridiza. Y con el tiempo, la presentación que  Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no más sutil, y acabó  pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente corrupta.
 Al  interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial distinguir entre la  base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la Reserva Federal controla  directamente, y la oferta monetaria (dinero más depósitos bancarios). La base  monetaria aumentó durante los primeros años de la Gran Depresión, subiendo de  una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en  1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a 19.900  millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente las consecuencias  de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los ciudadanos  perdían la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en efectivo y no en  depósitos bancarios, y los bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes  cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de  un pánico bancario. La consecuencia fue que se hacían muchos menos préstamos y,  por tanto, muchos menos gastos de los que habría habido si los ciudadanos  hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran  seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del gasto  fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto por parte de los  individuos como de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la  recesión.
 Friedman  y Schwartz sostenían que la caída de la oferta monetaria había convertido lo que  podría haber sido una recesión ordinaria en una depresión catastrófica, un  argumento de por sí discutible. Pero incluso poniendo por caso que lo aceptemos,  cabe preguntar si puede decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo  aumentó la base monetaria, provocó la caída de la oferta monetaria total. Al  menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por el  contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída de la oferta  monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra durante la  crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se hubiera apresurado a prestar  dinero a los bancos en apuros, la oleada de quiebras bancarias podría haberse  evitado, y eso a su vez podría haber evitado la decisión de los ciudadanos de  guardar el dinero en efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la  preferencia de los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus  cámaras acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podría  haber evitado lo peor de la depresión.
 A  este respecto, tal vez sea útil una analogía. Supongamos que se desata una  epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que una acción adecuada de  los centros de control de enfermedades podrían haber contenido la epidemia.  Sería justo culpar a las autoridades públicas de no tomar las medidas adecuadas.  Pero sería un exceso decir que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de  esos centros para demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el  sector público.
 Pero  muchos economistas, y todavía más lectores legos en la materia, han interpretado  que la explicación de Friedman y Schwartz significa que de hecho la Reserva  Federal causó la Gran Depresión; que la depresión es en cierto sentido una  demostración de los males de un Estado excesivamente intervencionista. Y en años  posteriores, como he dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más  imprecisas, como si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución  presidencial de 1967 declaraba que "las autoridades monetarias estadounidenses  siguieron políticas altamente deflacionarias", y que la oferta monetaria cayó  "porque el Sistema de la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de  la base monetaria, al no ejercer las responsabilidades que tenía asignadas", una  afirmación extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de  hecho mientras la oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a dos  episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos,  pero aun así su declaración es, como mínimo, muy engañosa).
 En  1976, Friedman les decía a los lectores de Newsweek que "la verdad elemental es que la Gran  Depresión se produjo por una mala gestión pública", una declaración que  seguramente sus lectores interpretaron como que la depresión no se habría  producido si el Estado se hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que  Friedman y Schwartz afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado  más activo, no menos.
 ¿Por  qué los debates históricos sobre la función de la política monetaria en la  década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte porque encajaban en el  programa más amplio de Friedman en contra del sector público, del que hablaremos  más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De  acuerdo con esta doctrina, la Reserva Federal debía mantener el crecimiento de  la oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3% anual, y no  desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que ocurriese en la economía.  La idea era poner la política monetaria en piloto automático, eliminando  cualquier poder por parte de las autoridades públicas.
 El  razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte económico y en  parte político. Sostenía que el crecimiento constante de la oferta monetaria  mantendría una economía razonablemente estable. Nunca pretendió que siguiendo  esta norma se eliminarían todas las recesiones, pero sí afirmaba que las  variaciones en la curva de crecimiento de la economía serían suficientemente  pequeñas como para ser tolerables, de ahí la afirmación de que la Gran Depresión  no habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma monetarista.  Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la economía con un régimen  monetario se daba su desprecio sin reservas hacia la capacidad de los directivos  de la Reserva Federal para hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La  demostración de la falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio  de la Gran Depresión, pero Friedman podía señalar otros muchos ejemplos de  políticas que habían salido mal. "Un régimen monetario", escribía en 1972,  "aislaría la política monetaria del poder arbitrario de un pequeño grupo de  hombres no sujetos al control de los electores, y de las presiones a corto plazo  de la política partidista".
 El  monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres  décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un  programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es  una sombra de lo que era, por dos razones principales.
 En  primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica  el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes:  en ambos países, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió  impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos  monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982,  cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en  1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de  afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a  la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta  monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se  convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo,  subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva  monetaria cayese a cero.
 En  segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus  homólogos de otros países han realizado un trabajo razonablemente bueno,  debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que  consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las  recesiones -excepto en Japón, país del que hablaremos enseguida- han sido  relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las  fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que  los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a  materializarse. Como señalaba David Warsh, de The  Boston Globe, en 1992,  "Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980,  durante la que se equivocó profunda y frecuentemente".
 En  2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores  economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante hacer la altamente  antimonetarista declaración de que "una política monetaria audaz", no estable ni  constante, sino audaz, "puede reducir la profundidad de una recesión".
 Ahora,  unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una  especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de  desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto  en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de  población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de  tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con  fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a  un día entre bancos, era literalmente cero.
 Y  en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como Keynes  había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente  japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero  los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo  duradero que se vendían bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas  japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz  siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación  enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta  monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación  económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para  aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la política monetaria  nunca consiguió arrancar.
 En  efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a  prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la política  monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban  el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.
 En  1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado  con un panfleto titulado Roofs  or Ceilings: The Current Housing Problema
 [Tejados  o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con  George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El  panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era  universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en  circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la  Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before  the Storm (2001), su libro  sobre los orígenes del movimiento conservador actual, "difundía un evangelio  libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la  John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura  en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la  evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas  siguientes.
 En  primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar  las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los  mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que  los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos  economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los  alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en  su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la  liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.
 En  décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos  característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a  problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en  opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa.  Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir  las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de  contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques  escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han  avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los  procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la  Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso  la mayoría de los conservadores.
 En  segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador.  Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se  presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la  rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los  problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para  encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen,  marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free  to choose
 [Libre  para elegir].
 Hay  muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales  que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera  dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y  brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a  acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde  cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación  frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y  salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el  mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa  que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la  transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se  han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se  da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido  una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?
 Consideremos  en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense.  Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de  las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese  periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que  predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los  políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba,  mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la  renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo  transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez  más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera  quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron  mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que  durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23%  superior a la de 1976.
 Parte  de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien  como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho  que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado  ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del  retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento  espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de  posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población,  pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la  familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye  la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo  más alto de la pirámide.
 Esto  plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público  que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los  sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del  crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios  causados por los barones ladrones eran puro mito:
 "Probablemente  no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro  país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de  su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I  Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".
 (¿Y  qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial,  que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin  embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se  permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los  sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector  privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga  del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista  respecto a la generosidad de la mano invisible?
 Para  ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como  a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas  friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que  el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la  economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses  corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa  afirmación.
 Dudas  similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman  funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza,  en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía  chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se  habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se  hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por  Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque  otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el  ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y  la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.
 Por  el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las  políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del  crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha  empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la  Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso  contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de  las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras  décadas de posguerra a la liberalización.
 Centrándonos  más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era  la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de  la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George  Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa  sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban  sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo  ha funcionado entonces la liberalización?
 Empezó  bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las  aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización,  aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios,  y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un  éxito.
 Pero  la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra  historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba  que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no  eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la  que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez  artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que había tras  los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no  sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la  liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los  precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.
 Aquellos  Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la  liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más  afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el  memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado,  y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los  argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de  que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder  monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.
 ¿Debería  esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea?  No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es  siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de  pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton  Friedman.
 En  la reseña de 1965 sobre Monetary  history, de Friedman y  Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores  de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones",  escribía. "El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que  importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera".  Y añadía que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hacían Friedman  y sus seguidores.
 La  defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece  haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos  empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la  valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes  teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron  en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero  caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre  funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar  casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados  pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.
 El  absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en  el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se  imponen a los datos objetivos. Los países en vías de desarrollo se apresuraron a  abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría  exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era  previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la  inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la  electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de  monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la  electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas  quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios  alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los  conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la  crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.
 Lo  extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y  los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho  un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la  teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero,  a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró  el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?
 La  respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente  política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y  la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de  mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus  dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A  consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su  carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había  convertido en la nueva ortodoxia.
 A  la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus  defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de  valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de  todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas  económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas  razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como  doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria  como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una  contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo  que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma. -paul
 krugman
   Paul  Krugman es profesor de  Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008. © New  York Times Service, 2008. Traducción de News  Clips.